GLOSARIO DEL PENSAMIENTO DE SAN AGUSTÍN SOBRE LA CONVERSIÓN (PARTE 5)

EL PECADO: Es  un acto libre y voluntario que hemos cometido contra Dios, o por decirlo con san Agustín, aquellas veces en las que hemos rechazado a Dios, Bien eterno e inmutable y nos hemos volcado hacia las criaturas mudables (Cf. lib. arb. 2, 53.). San Agustín en el libro primero de las Confesiones, habla de su propia alma como de una casa. Una casa que ha sufrido los efectos del pecado. El pecado destruye la edificación de Dios, el pecado hace que se borre la imagen de Dios que el hombre lleva en su interior como una moneda. San Agustín comenta que el creyente, desde el bautismo ha quedado acuñado, como una moneda, con la imagen de Dios. El pecado desgasta y va borrando paulatinamente esta imagen de Dios (Cf. ep. 66, 4).

El orgullo (superbia) se halla en el centro mismo de la concepción agustiniana del pecado, porque el pecado es siempre una forma de arrogarse algo, aunque eso resulte irónico: la vida del alma se apega a la pretensión de ser una vida independiente del amor de Dios, no es vida sino que es en realidad muerte. El primer efecto del pecado es hacer que la casa sea estrecha con la necesidad de ser ampliada y dilatada por Dios.

EFECTOS DEL PECADO: Aplicándolos a  su propia vida, nos describirá la casa del alma de la siguiente manera: La casa de mi alma es estrecha para que puedas venir a ella, que sea ensanchada por ti (Cf. Io. eu. tr. 4, 6.). El pecado hace que la persona se encierre en sus propios confines y sólo piense en sí misma, viviendo olvidada de los demás. La ruptura con Dios conlleva la ruptura con los que me rodean. El pecado es pues un acto de egoísmo en el que me encierro en mí mismo y me olvido de los demás. El egoísmo, el encerramiento en nuestros propios intereses, viviendo olvidados de los demás, desinteresados del destino de los demás, incapaces de ser generosos con los que nos rodean, pensando que somos dueños de lo que hemos recibido de Dios, olvidando la pregunta de san Pablo: “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Cor 4, 5). En realidad no somos dueños de nada, más bien administradores de todo lo que Dios ha puesto en nuestras manos, y responsables de lo único que verdaderamente, con tristeza, podemos llamar ‘nuestro’: nuestros pecados. (s. Dolbeau 8, 7.)

GRACIA DE DIOS: La gracia es fundamentalmente la iluminación de la mente por la Verdad divina, el Verbo de Dios, y el movimiento de la voluntad por el Amor divino, el Espíritu Santo. Esta operación divina adopta muchas formas, que están diferenciadas por la condición del particular espíritu: arrepentimiento, fe, oración, caridad, perseverancia y gloria.

Una certeza  agustiniana que queda enmarcada dentro del ámbito de la humildad, en el ser creyente: es entrar en la esfera de la gratuidad y de la gracia, ya que todo es gracia concedida de manera gratuita por Dios a los que son humildes (1 Pe 5, 5), a los que saben, como mendigos (Cf. en. Ps. 29, 2, 1) pedirla a Dios, imitando con ello la humildad del mismo Hijo de Dios (Fil 2, 5). La belleza y la santidad de Dios enamoran de tal manera al hombre que éste, desde el reconocimiento humilde de sus pecados y de sus limitaciones, desea alcanzar a Dios, asemejarse a él, amarle, correspondiendo al amor que Dios le ha tenido: “Oh verdad tan antigua y tan nueva tarde te amé” (Cf. conf. 10, 38) . Y es Dios mismo quien da la fuerza para realizar este cambio y esta conversión.

La gracia de la conversión que le es concedida para que él pueda volver a Dios, es presentada por san Agustín en la lectura que hace desde el ocaso de su vida de su propia conversión. Conversión es una gracia que se ha recibido de parte de Dios y que es la misma gracia la que prepara la voluntad del hombre para que éste, con su propia voluntad, se mueva a aceptar a Dios en su vida (perseu. 53). Por eso san Agustín dice Deo me conuertente, (es decir, el Dios que me estaba convirtiendo para que yo volviera a él). La acción por lo tanto no es del hombre, sino de Dios.

La gracia de Dios (gratia tua), que es un don de Dios (munera tua), lo que lo va a librar del viscum de la concupiscencia, para que el alma pueda seguir el deseo de san Agustín y pueda llegar a Dios.  Su convicción de que la gracia de Dios tiene la capacidad de liberarlo del viscum, se apoya en el texto de Ef 3, 20, Dios tiene el poder y la capacidad de hacer más de lo que pedimos y de lo que podemos llegar a entender (conf. 10, 42: CCL 27, 177/32-33)[1]

HÁGASE TU VOLUNTAD: en  la tierra como en el cielo” explica san Agustín que se puede entender  de dos formas. Bien sea que oremos también por nuestros enemigos; ¿se pueden considerar, en verdad, de otro modo aquellos contra cuya voluntad se dilata el nombre cristiano y católico? Se ha dicho de tal manera: Hágase tu voluntad, como en el cielo así en la tierra, como si pudiera decirse: Que hagan tu voluntad así como la hacen los justos, también los pecadores, para que se conviertan a ti.

HOMBRE PECADOR: Es otra  certeza agustiniana.  El hombre sabiéndose amado por Dios, debe considerarse a sí mismo y contemplarse como pecador. La realidad del pecado y de la culpa acompaña al hombre, y éste no puede ni negarlas ni esconderlas, sino simplemente reconocerlas ante la presencia del amor de Dios, para que sea éste quien le transforme y le renueve.

HUMILDAD: Nadie insiste más que san Agustín en la primacía de esta virtud en la vida cristiana. La vena de esta humildad emerge de otro manantial; emerge de Cristo: ¿Qué otra cosa enseñó él sino es esta humildad? (en. Ps.31.2.18). Todas las demás virtudes cristianas se edifican sobre esta virtud cristiana fundamental y se sustentan en ella: una virtud que nace de la autorrevelación de Dios en Jesucristo. Agustín quedó impresionado por la insistencia de Pablo en la gracia de Dios (Rm 44, 3) y, mientras se hallaba escribiendo Las Confesiones, desarrolló su doctrina madura sobre la gracia. Las enseñanzas de Pablo en Filipenses 2 acerca del Cristo humilde causaron una profunda impresión en él y en su comprensión del discipulado cristiano. En la Encarnación, el Hijo, que comparte con el Padre todas las características divinas, asume la humanidad. “Él se vació a sí mismo”. El vaciarse consiste en hacer que su propia condición sea una condición humilde, no en perder su propia sublimidad inherente. Agustín hace notar que Filipenses describe las dos divinas humillaciones de Cristo. La humildad de Dios que se hace hombre, con todas sus consecuencias, y la humillación, el sufrimiento y la muerte de Cristo, que demuestra la consumación de la humildad de Cristo. Se ha señalado que en la meditación de Agustín sobre el himno a los Filipenses actuó como una segunda conversión, porque le condujo a considerar la humildad como de importancia central en el modelo de la vida de Cristo y del discipulado cristiano[2].

El ser humano necesita decirse la verdad; por ello es preciso tener humildad. La humildad es una de las virtudes esenciales para san Agustín. Sin humildad, vinculada íntimamente a la verdad, no puede haber santidad. Sin humildad no es posible recibir la gracia de Dios y sin la gracia de Dios no es posible realizar ninguna obra meritoria. Implica un conocimiento desde la verdad objetiva, sin rebajamientos o minusvaloraciones de la persona, y sin exageraciones que distorsionen la verdad.

Finalmente cabría destacar que la imitación de Cristo en el proceso de la conversión de san Agustín, tal y como la señala el papa Benedicto XVI, termina con una manifestación muy concreta de la humildad a través de la misericordia en el pensamiento agustiniano. El obispo de Hipona no solo supo manifestar de manera sencilla y humilde los contenidos más profundos de la fe, sino que también la humildad le llevó a exhortar a todos a la imitación de Cristo, siendo misericordiosos como Él es misericordioso[3].


Nieves María Castro Pertiñez. MAR





[1] Fr. Enrique Alejandro Eguiarte Bendímez.  Módulo 1 Lectura complementaria PDF.  El uiscum y las alas del alma en san Agustín. Bogotá D.C. 2013, p. 11-12
[2] Fitzgerald, Al. OSA. Diccionario de san Agustín. Ed. Monte Carmelo. 2001. P. 654-655
[3] (BENEDICTO XVI, Homilía, 22-IV-2007)

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