CÓMO Y PARA QUÉ ORAR
Seguramente muchas veces nos hemos preguntado o nos
han preguntado “Cómo y para qué orar”. Hoy dos grandes padres de la Iglesia,
Orígenes y San Agustín, nos ayudan a responder.
“Quien se prepara para
orar debe antes recogerse, predisponerse, estar atento al conjunto de la oración. Debe
igualmente alejar de su pensamiento todas las ansiedades y todas las
turbaciones, y concientizar la grandeza de Quien se le acerca,
pensar cuán impío es si se presenta ante Dios sin prestar atención,
sin esfuerzo, con una especie de desenfado nocivo; en fin, es preciso rechazar
todos los pensamientos extraños.
Cuando se va a orar es
necesario presentarse, por decirlo de alguna manera, con el alma entre las
manos, el espíritu levantado, la mirada puesta en Dios; para ello hay que
apartar el espíritu de la tierra y ofrecerlo al Señor del universo, y por fin,
si deseamos que Dios se olvide del mal que hemos cometido contra Él, contra los
prójimos o contra la recta razón, hemos de dejar todo resentimiento causado por
alguna ofensa que creamos haber recibido.
Puesto que son innumerables las
actitudes corporales, hemos de preferir sobre todas las demás, aquellas que
consisten en extender las manos y aquellas en que elevamos los ojos al cielo,
para expresar con el cuerpo actitudes que son imagen de las disposiciones del
alma durante la oración, pero las circunstancias pueden llevarnos a veces a
orar sentados o incluso acostados. La oración de rodillas es necesaria cuando
alguien se acusa ante Dios de sus propios pecados, suplicándole que le cure y
que le absuelva. Estar de rodillas es símbolo de este prosternare y someterse
del cual Pablo escribe: “Doblo las rodillas ante el Padre, de
quien toma nombre toda la familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3,14-15).
Esto es arrodillarse espiritualmente, llamado así porque toda criatura adora a
Dios en nombre de Jesús y humildemente se somete a él. El apóstol Pablo parece
hacer alusión a ello cuando dice: “Que al nombre de Jesús toda rodilla se
doble en el cielo, en la tierra y en el abismo” (Fl 2,10).” (Orígenes. Tratado sobre la Oración, 31)
La oración
es un ejercicio cotidiano para nada sencillo de realizar. Nos puede parecer
fácil y hasta sentirnos llamados a ella, pero no siempre llegamos a concretizar
esa ansia que nos provoca realizarla. Puede ser que nos falte preparación,
costumbre o simplemente por nuestras vidas tan agitadas terminamos dejando en
segundo plano nuestro deseo de orar.
Orígenes
nos da algunos pasos para poder acercarnos a la
oración:
·
Recogimiento.
·
Alejar el pensamiento de nuestras
ansiedades.
·
Presentarse con el “alma en las manos”:
humildad y contrición
·
Elegir una postura adecuada y coherente.
Esto no
impide que podamos orar en cualquier momento de nuestro día, siempre es momento
para que podamos alabar al Señor, darle gracias por todo lo que nos regala
durante el día o pedirle perdón.
Pero es
bueno que nos preguntemos ¿Por qué oramos? ¿Qué nos mueve a hacerlo?
Nuestro padre
San Agustín nos dice: ¿Qué necesidad hay de
la oración, si Dios sabe ya antes lo que necesitamos, a no ser que la misma
intención de la oración serena y purifica nuestro corazón y lo hace más apto
para recibir los dones divinos que nos son dados espiritualmente? En efecto,
Dios no nos oye porque ambicione nuestras plegarias, pues siempre está pronto
para darnos su luz no visible, sino inteligible y espiritual; pero nosotros
no siempre estamos dispuestos a recibirla, porque estamos inclinados a
otras cosas y entenebrecidos por la codicia de los bienes temporales. En
la oración acontece la conversión de nuestro corazón a Dios, que está
siempre dispuesto a darse a sí mismo, si recibimos lo que nos va dando; y en la
misma conversión se purifica el ojo interior, al excluir las cosas temporales
que se apetecían para que el ojo del corazón sencillo pueda acoger la luz pura
que irradia con el poder divino sin ocaso ni mutación alguna y no sólo
recibirla, sino también permanecer en ella, no sólo sin molestia alguna, sino
también con gozo inefable, en el cual se realiza verdadera y sinceramente la
vida bienaventurada (San Agustín, tratado
sobre el Sermón de la Montaña. Libro 2, Cap 2, 14).
Al ir
profundizando en las palabras de San Agustín, descubro que Dios no necesita de
mis oraciones, porque Él lo sabe todo y conoce todo lo que pasa en mi interior
antes que yo misma me dé cuenta. Hoy le pido a Dios que mi oración sea para
sintonizarme con la voluntad de Dios y así poder acoger lo que Dios me ofrece
cada día. Que mi oración sea un ejercicio de conversión y transformación para
mi vida.
Si oramos no
es para informarle o para pedirle algo que Él desconozca. Oramos, como dice San
Agustín, por necesidad propia. Oramos para sintonizarnos con la Voluntad de
Dios y hacer posible que recibamos lo que Dios nos ofrece. Oramos como
ejercicio de conversión, de transformación de nosotros mismos. Por eso es tan
importante preparar la oración mediante los consejos que nos da Orígenes. Si
somos capaces de separarnos del mundo, dejar nuestros afanes a un lado,
encontrar dentro la humildad y contrición y hacerlo con una postura corporal
coherente, estamos empezando a transformarnos. Si esta preparación abre el paso
a la Gracia de Dios, entonces empezará a actuar en nosotros.
Que Tú, Señor,
me ayudes a andar mejor por el camino de la oración.
María
Agustina Rodríguez, Novicia MAR
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