LA FE DE MARÍA

Comentando san Agustín el pasaje de la anunciación del ángel a María compara la respuesta de ésta con la respuesta de Zacarías. Comenta que las palabras de la respuesta son similares pues tanto a Zacarías como a María se les promete un hijo. Sin embargo, san Agustín señala sus respectivas diferencias. Estas diferencias radican en la fe, mientras María cree inmediatamente (hágase), Zacarías, no cree (enmudece).

María, consciente de su virginidad y no dudando del poder de Dios (Cf. s. 291, 5), quiere saber el modo como Dios obrará para que dé a luz sin perder su virginidad. San Agustín señalará que a Dios le agrada la virginidad de María, y que su pregunta es acerca del cómo será; siendo la sombra del Espíritu Santo  la que libra a María de concebir como fruto del ardor de la concupiscencia (Cf. en. Ps. 67, 21). María no duda. El ángel no rehúsa instruirla. Porque su fe es integra, intacta quedará también su integridad[1].

En su obra De Trinitate, san Agustín vuelve a esta pregunta de María al ángel, para señalar por una parte, lo milagroso que se va a obrar en el seno de María, pues ella sin perder su virginidad será fecundada por la fuerza del Espíritu Santo, y por otro lado apunta al cumplimiento de una profecía de Isaías que san Agustín lee en clave cristológica y pneumatológica, Cristo es mandado por Dios y por el Espíritu  (Cf. De trin. 2, 5, 8).

María cree al ángel, mientras que Zacarías duda. Por eso se cumple en María lo anunciado por el ángel y puede concebir a Cristo sin perder su virginidad. San Agustín nos aconseja imitar la fe de María, para que lo que Dios nos ha dicho se lleve a cabo (s. 291, 6). Hay que creerle a Dios a través de sus diferentes mensajeros. María que tiene el privilegio y la prerrogativa de ser llena de gracia porque el Ángel así lo dice cuando le da el saludo, de Salve, llena de gracia.

María concibe creyendo. San Agustín pone de manifiesto la fe de María que hace que ella conciba al Hijo de Dios después de la anunciación creyendo y que lo dé a luz también creyendo (Cf. s. 215, 4).

San Agustín señalará  continuamente a María como ejemplo del creyente que debe dar a luz a Cristo en su interior por la fe (Cf. en. Ps. 67, 21) y hacer que el mismo Cristo se engendre, nazca y se desarrolle en todo por la fe. La vida cristiana no es sino un dar a luz a Cristo en el corazón es obra de fecundidad espiritual, labor en la cual la Virgen María ayuda e intercede de modo especial por los creyentes.

Pero este alumbramiento de una santa virgen es el honor de todas las santas vírgenes. También ellas son, con María, madres de Cristo si es que hacen la voluntad de su Padre. Por esto es por lo que María es más laudable y más dichosa madre de Cristo (…). También es madre suya toda alma piadosa que, cumpliendo la voluntad del Padre con fecundísima caridad, engendra hijos espirituales y los alumbra hasta que en ellos se forme Cristo (Cf. uirg. 5, 5). Por ello, san Agustín al recordarnos que la felicidad en María está antes en recibir a Cristo por la fe que por la misma carne; esta virtud teologal es una invitación a buscar a Dios y a hacer de él la meta de nuestras vidas. Estas prerrogativas humanas de María son fruto de su fe.

En el Nro. 8 de Madre del Redentor  se nos dice que el Mensajero saluda a María como llena de gracia y no como Miryam; es un nombre nuevo que significa un don especial que tiene propia fuente en la vida trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor. Fruto de este amor es la elección. Se trata de una bendición singular entre todas las bendiciones espirituales en Cristo. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y es amada en este “Amado eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre en el que se concentra toda la gloria de la gracia. En el nro. 9, se nos dice que la Anunciación es la revelación del misterio en la Encarnación al comienzo mismo de su cumplimiento en la tierra. El donarse salvífico que Dios hace de Sí mismo y de su vida en cierto modo a toda la creación, y directamente al hombre. María es “llena de gracia”, porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática del Hijo de Dios con la naturaleza humana, se realiza y cumple en ella. En el nro 19 se nos dice que ha sido preservada de la herencia del pecado original. Es la Inmaculada Concepción.

En el Nro. 18 de Madre del Redentor se nos explica cómo María en la cruz muestra la obediencia de la fe ante los “insondables designios” de Dios ¡Cómo se abandona a Dios sin reservas! “Prestando el homenaje del entendimiento y la voluntad a Aquel, cuyos caminos son inescrutables. ¡Cuán poderosa es la acción de la gracia en su alma, cuán penetrante es la influencia del Espíritu, de su luz y de su fuerza! María está unida perfectamente a Cristo en  su despojamiento. (…) Es esta tal vez la más profunda “kénosis” de la fe en la historia de la humanidad. Por medio de la fe de la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora, pero a diferencia de los discípulos que huían de la cruz, la de  ella era una fe mucho más iluminada.

En el Nro. 19 se comenta que: “Sí, feliz la que ha creído”. Son palabras de Isabel, que aquí al pie de la cruz, parecen resonar con una elocuencia suprema y se hace penetrante la fuerza contenida en ellas. Desde la cruz, es decir, desde el interior mismo del misterio de la redención, se remonta hasta el comienzo, y como participación en el sacrificio del Cristo, nuevo Adán, se convierte en el contrapeso de la desobediencia y de la incredulidad contenida en el pecado de los primeros padres. Los padres de la Iglesia  llaman a María, “Madre de los vivientes” y afirman “la muerte vino por Eva, por María vino la vida. 

NIEVES MARÍA CASTRO PERTÍÑEZ. MAR




[1] s. 291, 5.

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