CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO AL PUEBLO DE DIOS
Queridos lectores, en este dia queremos compartirles la carta que el papa Francisco dirige a todo el pueblo de Dios, en
la que, con un tono de mucha tristeza, se manifiesta sobre los crímenes de la
pederastia cometidos por “un número notable” de clérigos y consagrados, en la
Iglesia Católica.
«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26). Estas palabras de san Pablo resuenan con
fuerza en mi corazón al constatar una vez más el sufrimiento vivido por muchos
menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un
notable número de clérigos y personas consagradas. Un crimen que genera hondas
heridas de dolor e impotencia; en primer lugar, en las víctimas, pero también
en sus familiares y en toda la comunidad, sean creyentes o no creyentes.
Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón
y buscar reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo
lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones
no solo no se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y
perpetuarse. El dolor de las víctimas y sus familias es también nuestro dolor,
por eso urge reafirmar una vez más nuestro compromiso para garantizar la
protección de los menores y de los adultos en situación de vulnerabilidad.
1. Si un miembro sufre
En los últimos días se dio a conocer un informe donde se detalla lo
vivido por al menos mil sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de poder y
de conciencia en manos de sacerdotes durante aproximadamente setenta años. Si
bien se pueda decir que la mayoría de los casos corresponden al pasado, sin
embargo, con el correr del tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las
víctimas y constatamos que las heridas nunca desaparecen y nos obligan a
condenar con fuerza estas atrocidades, así como a unir esfuerzos para erradicar
esta cultura de muerte; las heridas “nunca prescriben”. El dolor de estas
víctimas es un gemido que clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho
tiempo fue ignorado, callado o silenciado. Pero su grito fue más fuerte que
todas las medidas que lo intentaron silenciar o, incluso, que pretendieron
resolverlo con decisiones que aumentaron la gravedad cayendo en la complicidad.
Clamor que el Señor escuchó demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere
estar. El cántico de María no se equivoca y sigue susurrándose a lo largo de la
historia porque el Señor se acuerda de la promesa que hizo a nuestros padres:
«Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y
enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos
los despide vacíos» (Lc 1,51-53),
y sentimos vergüenza cuando constatamos que nuestro estilo de vida ha
desmentido y desmiente lo que recitamos con nuestra voz.
Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que
no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo
reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en
tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en
el Via Crucis escrito
para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas
víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que,
por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta
soberbia, cuánta autosuficiencia! [...] La traición de los discípulos, la
recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor
del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle
desde lo profundo del alma: Kyrie,
eleison – Señor, sálvanos (cf. Mt 8,25)» (Novena Estación).
2. Todos sufren con él
La magnitud y gravedad de los acontecimientos exige asumir este hecho de
manera global y comunitaria. Si bien es importante y necesario en todo camino
de conversión tomar conocimiento de lo sucedido, esto en sí mismo no basta. Hoy
nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos
vulnerados en su carne y en su espíritu. Si en el pasado la omisión pudo
convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la solidaridad,
entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta en nuestro modo de
hacer la historia presente y futura, en un ámbito donde los conflictos, las tensiones
y especialmente las víctimas de todo tipo de abuso puedan encontrar una mano
tendida que las proteja y rescate de su dolor (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228). Tal solidaridad nos exige, a su vez,
denunciar todo aquello que ponga en peligro la integridad de cualquier persona.
Solidaridad que reclama luchar contra todo tipo de corrupción, especialmente la
espiritual, «porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo
termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas
sutiles de autorreferencialidad, ya que “el mismo Satanás se disfraza de ángel
de luz (2 Co 11,14)”»
(Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 165). La llamada de san Pablo a sufrir con
el que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento de seguir
reproduciendo entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi
hermano?» (Gn 4,9).
Soy consciente del esfuerzo y del trabajo que se realiza en distintas
partes del mundo para garantizar y generar las mediaciones necesarias que den
seguridad y protejan la integridad de niños y de adultos en estado de
vulnerabilidad, así como de la implementación de la “tolerancia cero” y de los
modos de rendir cuentas por parte de todos aquellos que realicen o encubran
estos delitos. Nos hemos demorado en aplicar estas acciones y sanciones tan
necesarias, pero confío en que ayudarán a garantizar una mayor cultura del
cuidado en el presente y en el futuro.
Conjuntamente con esos esfuerzos, es necesario que cada uno de los
bautizados se sienta involucrado en la transformación eclesial y social que
tanto necesitamos. Tal transformación exige la conversión personal y
comunitaria, y nos lleva a mirar en la misma dirección que el Señor mira. Así
le gustaba decir a san Juan Pablo II: «Si verdaderamente hemos
partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo
en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (Carta
ap. Novo millennio ineunte, 49). Aprender a
mirar donde el Señor mira, a estar donde el Señor quiere que estemos, a
convertir el corazón ante su presencia. Para esto ayudará la oración y la
penitencia. Invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el
ayuno siguiendo el mandato del Señor,[1] que
despierte nuestra conciencia, nuestra solidaridad y compromiso con una cultura
del cuidado y el “nunca más” a todo tipo y forma de abuso.
Es imposible imaginar una conversión del accionar eclesial sin la
participación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios. Es más, cada
vez que hemos intentado suplantar, acallar, ignorar, reducir a pequeñas élites
al Pueblo de Dios construimos comunidades, planes, acentuaciones teológicas,
espiritualidades y estructuras sin raíces, sin memoria, sin rostro, sin cuerpo,
en definitiva, sin vida[2].
Esto se manifiesta con claridad en una manera anómala de entender la autoridad
en la Iglesia —tan común en muchas comunidades en las que se han dado las
conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia— como es el clericalismo,
esa actitud que «no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que
tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el
Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente».[3] El
clericalismo, favorecido sea por los propios sacerdotes como por los laicos,
genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar
muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir
enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo.
Siempre es bueno recordar que el Señor, «en la historia de la salvación,
ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo.
Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en
cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la
comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de
un pueblo» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). Por tanto, la única manera que tenemos
para responder a este mal que viene cobrando tantas vidas es vivirlo como una
tarea que nos involucra y compete a todos como Pueblo de Dios. Esta conciencia
de sentirnos parte de un pueblo y de una historia común hará posible que
reconozcamos nuestros pecados y errores del pasado con una apertura penitencial
capaz de dejarse renovar desde dentro. Todo lo que se realice para erradicar la
cultura del abuso de nuestras comunidades, sin una participación activa de
todos los miembros de la Iglesia, no logrará generar las dinámicas necesarias
para una sana y realista transformación. La dimensión penitencial de ayuno y
oración nos ayudará como Pueblo de Dios a ponernos delante del Señor y de
nuestros hermanos heridos, como pecadores que imploran el perdón y la gracia de
la vergüenza y la conversión, y así elaborar acciones que generen dinamismos en
sintonía con el Evangelio. Porque «cada vez que intentamos volver a la fuente y
recuperar la frescura del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos,
otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado
significado para el mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).
Es imprescindible que como Iglesia podamos reconocer y condenar con
dolor y vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagradas, clérigos
e incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y cuidar a los más
vulnerables. Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos. La conciencia de
pecado nos ayuda a reconocer los errores, los delitos y las heridas generadas
en el pasado y nos permite abrirnos y comprometernos más con el presente en un
camino de renovada conversión.
Asimismo, la penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar nuestros
ojos y nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afán de dominio
y posesión que muchas veces se vuelve raíz de estos males. Que el ayuno y la
oración despierten nuestros oídos ante el dolor silenciado en niños, jóvenes y
minusválidos. Ayuno que nos dé hambre y sed de justicia e impulse a caminar en
la verdad apoyando todas las mediaciones judiciales que sean necesarias. Un
ayuno que nos sacuda y nos lleve a comprometernos desde la verdad y la caridad
con todos los hombres de buena voluntad y con la sociedad en general para
luchar contra cualquier tipo de abuso sexual, de poder y de conciencia.
De esta forma podremos transparentar la vocación a la que hemos sido
llamados de ser «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad
de todo el género humano» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1).
«Si un miembro sufre, todos sufren con él», nos decía san Pablo. Por
medio de la actitud orante y penitencial podremos entrar en sintonía personal y
comunitaria con esta exhortación para que crezca entre nosotros el don de la
compasión, de la justicia, de la prevención y reparación. María supo estar al
pie de la cruz de su Hijo. No lo hizo de cualquier manera, sino que estuvo
firmemente de pie y a su lado. Con esta postura manifiesta su modo de estar en
la vida. Cuando experimentamos la desolación que nos produce estas llagas
eclesiales, con María nos hará bien «instar más en la oración» (S. Ignacio de
Loyola, Ejercicios Espirituales,
319), buscando crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia. Ella, la primera
discípula, nos enseña a todos los discípulos cómo hemos de detenernos ante el
sufrimiento del inocente, sin evasiones ni pusilanimidad. Mirar a María es
aprender a descubrir dónde y cómo tiene que estar el discípulo de Cristo.
Que el Espíritu Santo nos dé la gracia de la conversión y la unción
interior para poder expresar, ante estos crímenes de abuso, nuestra compunción
y nuestra decisión de luchar con valentía.
Vaticano, 20 de agosto de 2018
Francisco
[1] «Esta clase de demonios solo se expulsa con la oración y el ayuno» (Mt 17,21).
[3] Carta al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la
Pontificia Comisión para América Latina (19 marzo 2016).
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