REFLEXIÓN DE TEXTOS SOBRE LA ORACIÓN DE JESÚS Y ALUSIVOS EN EL EVANGELIO DE LUCAS (PARTE FINAL)
14. JESÚS ORA EN LA CRUZ.
Lc 23,46 /Mc15, 24-36
A Jesús en la cruz ya no le queda nada. Ante tanta oscuridad y abandono, sigue confiando plenamente en su
Padre. Ese Espíritu que recibió en el Bautismo lo entrega con toda su confianza
al Padre, porque ya su misión se ha cumplido de acuerdo al querer de Dios.
Esta es la última oración de Cristo en la cruz.
El evangelista retoma aquí el hilo del
evangelio de Marcos. Repite la mención de las tres horas de tinieblas
(v.44/Mc15 ,33), pero inserta aquí como segundo signo el episodio de
la rotura del velo, que Marcos sitúa un poco más adelante (15,38).[1] Junto a ello se destaca también claramente el
punto de vista bajo el cual Lucas ofrece la escena final de la pasión. A los
ultrajes que han precedido se ofrece aquí la contraposición de manifestaciones
de veneración y de fe.[2]
Lucas
aclara en cambio la última exclamación de Jesús (v.46) cuyo contenido calló
Marcos, o creyó que se trataba de un grito inarticulado (Mc 15,37), poniendo en
labios del Maestro una oración de confianza, extraída de un salmo (30).[3]
Como en
el relato del Monte de los Olivos (22,39-46), Lucas confirma aquí su
sensibilidad doctrinal eliminando el grito de abandono (Mc 15,34-36). No admite
que Dios hubiera abandonado entonces a su Hijo, ni que éste hubiera expresado
un sentimiento de soledad. Como en el relato del Monte de los Olivos, Jesús
sufre verdaderamente. Dios no es cruel ni indiferente, sino que ejecuta su
designio, aceptado íntimamente por el Hijo. Así como el ángel había venido para
confortar a un Cristo inmerso en la prueba, las tinieblas significan el
consentimiento y hasta la participación divina en el drama. En el Monte de los
Olivos Jesús había hecho frente finalmente a los acontecimientos por la fe.
También por la fe reza en el momento de morir, invocando a Dios como Padre, al
que devuelve su vida (v.46). Jesús concluye su vida con una oración.[4]
Lucas
aprecia las expresiones de sabor bíblico que contienen figuras etimológicas: “gritando con fuerte voz”; tal es la introducción a la última palabra de Jesús
en san Lucas.[5]
El
grito de abandono según Marcos era una cita del salmo 21; igualmente la oración
de Jesús en Lucas corresponde al v.6 del salmo 30 en la versión griega de los
LXX. El salmo 30 representa una llamada de ayuda y a la vez la expresión de una confianza inmensa. Esta
invocación dirigida al Padre es constante al principio de las oraciones de
Jesús en el tercer evangelio[6]. (Ver trabajo anterior)
Jesús,
aún maltratado por los humanos, no deja de tener el control de su destino. La
oración de Jesús no ha sido más que su amor al Padre. Jesús entrega al Padre el
espíritu, que es portador de vida; se lo entrega totalmente. Dios es un Dios
fiel, de fiar, Padre; en sus manos y en su bondad paterna está bien asegurada
su alma. Él no la pierde, sino que quiere guardarla y salvarla. Jesús acaba su
vida con entrega, obediencia y confianza. El Cristo que muere es el que
resucita. En nuestra vida de cristianos tenemos que ir haciendo este mismo
itinerario que hizo Jesús. No es una vida de seguimiento que busca el éxito,
es precisamente una vida de seguimiento que combate el mal, y que busca
instaurar el Reino aunque no veamos nada. Después que Cristo ha resucitado,
tiene sentido para mí Getsemaní y tiene sentido abrazar la cruz de cada día, y
tiene sentido una oración frente a un Jesús crucificado porque allí entiendo
toda la dimensión del amor que vivió Jesús. Es el amor el motor de la
existencia. Fue el amor el motor de Cristo, que se desbordó y llegó hasta la
cruz. Mi existencia redimida la experimento cuando realmente he sentido la
necesidad de salvación y la he buscado en Cristo después de haber bajado a mis
infiernos. Agradezco al Señor haberme hecho experimentar este don de su misericordia
a los pies de una cruz que sana y libera de todo mal, porque de ella pende el
Espíritu de Jesús resucitado que tuvo que entregar en la cruz para que se
convirtiera en don para toda la humanidad.
Jesús
acepta que su deseo de librarse de la muerte (Getsemaní) no sea colmado, y que
el deseo de su Padre se convierta en el suyo. Lo que importa es colmar el deseo
del Padre entregándose a Él en movimiento de oblación activa y de abandono:
“Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc. 23,46). Jesús no desemboca en la
muerte, sino en el amor. Y entrega a su Padre su propio espíritu, es decir, su
ruah[7],
la parte más íntima que el hombre ha recibido de Dios, su aliento vital. En la
agonía, la súplica de Jesús se hace de verdad una oración, pues busca el rostro
del Padre únicamente como deseaba. Los efectos que esto produce en Jesús son
los mismos que en las relaciones humanas. Siente el abandono y la impresión de
haber caído en el olvido, y sin embargo, a pesar de esta prueba sigue siendo
capaz de amar al Padre; pronuncia entonces una frase que es de verdad un acto
de amor: “me abandono en ti,…por ti”.[8]
Así en la oración, sigue diciendo Lafrance, debemos
renunciar por nuestra parte a la posesión de Dios y aceptar ser privados de su
presencia. En la oración hay que buscar a Dios por sí mismo y no por las
alegrías que nos proporciona su presencia. La oración de Jesús no ha sido más
que su amor al Padre. Amor y oración tienen grandes semejanzas: una y otra
están hechas de rupturas[9].
Amar a alguien, es aceptar que se aleje de nosotros si lo desea; el amor debe
aceptar estas separaciones para permitir al otro que sea él mismo. Cristo ha
hecho el don de sí mismo al Padre. Jesús es escuchado más allá de sus
previsiones en la oración de la agonía. Pone su espíritu entre las manos del
Padre y recibe de éste la plenitud de su amor, que pasa al corazón de cada
creyente.
Saber morir por tanto es una invitación
desde estos textos. Saber que la vida no nos pertenece, aunque nos la ha dado
para cumplir una misión. Prepararme cada día de mi existencia para ese
encuentro definitivo con el Padre, que me ama y me tiene un lugar preparado, me
habla de ternura, de confianza y de saber que la muerte no tiene la última
palabra. Como mujer creyente que soy, siento que la muerte es solo un velo, que
por supuesto, nos da miedo enfrentar, pero que supone también un anhelo cuando
nuestra vida está cimentada en Jesús y con él queremos echar nuestra suerte,
diciendo como san Agustín, que nuestro corazón estará inquieto hasta que
descanse en él. Jesús en este grito de entrega y confianza total lleva a
plenitud su misión, pero lo hace con la tónica que lo hizo durante toda su
vida: consciente de que es su Padre, consciente de que le ama, y consciente de
que le recibe en el momento de su paso de este mundo al Padre.
Nieves María Castro
Pertíñez. MAR
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