La Eucaristía en el Evangelio de Juan
Para
hablar del fundamento bíblico del sacramento de la Eucaristía lo “normal”
es remitirse a los relatos de la última
cena (aunque cabe aclarar que dicho sacramento tiene cimientos previos a este
momento –crucial– de la vida de Jesús y sus discípulos); sin embargo nos
encontramos que en el Evangelio de Juan no aparece la perícopa en cuestión como
en los sinópticos, ¿ha obviado el autor sagrado este hecho?
Lo
cierto es que no. Son varios los autores (Bultmann, Shaw) que descubren en el
cuarto evangelio varios testimonios con
marcado tinte eucarístico: el vino nuevo en las bodas de Caná, el agua y la
sangre brotadas del costado de Jesús en la cruz, la comida con sus discípulos a
orillas del lago después de la Resurrección… sin embargo los que resultan más
evidentes los encontramos en el capítulo 6: la multiplicación de los panes y el
discurso del pan de vida, relatos a los
que nos aproximaremos en la búsqueda de la teología eucarística joánica.
Iniciamos
nuestro recorrido partiendo de la perícopa de la multiplicación de los panes, donde
Jesús aparece como el gran anfitrión
que alimenta al pueblo, como el pastor que prepara y ofrece a sus ovejas los
mejores pastos (Cf. Salmo 22). Destaca en primer lugar el contraste entre la
carencia de medios que anuncia Felipe y la sobreabundancia
que se describirá al final tanto en la saciedad de los que comen el pan como en
las sobras que se recogen.
Aparece
también el tema de la donación de
los cinco panes y dos peces, evidentemente poco, resaltará Andrés, sin caer en
cuenta de que el mesianismo de Jesús apunta efectivamente a lo pequeño, que el
Reino de Dios y su presencia, se manifiestan en la insignificancia de un “trozo
de pan”. Aún así, esta donación sin la
intervención de Jesús resultaría ineficaz.
Sin
quitar importancia al resto del relato, podríamos centrar la atención en el
versículo 11, donde aparecen, a mi juicio, tres elementos de marcado cariz
eucarístico y que de alguna manera evocan las comidas del Resucitado y su
reconocimiento por parte de los discípulos: la acción de gracias, la fracción
del pan y la repartición.
Siguiendo
más adelante, encontramos en el discurso de los versículos 22-66 dos
afirmaciones centrales:
§ Cristo
es el Pan de Vida, enviado por el Padre
a toda la Humanidad
§ Cristo
mismo entrega su carne para que el mundo tenga vida.
De
la primera afirmación tenemos que rescatar la alusión a la figura de Moisés,
que pide a Dios el alimento para saciar el hambre del pueblo en su travesía por
el desierto, y al maná recibido como respuesta a esta petición, “el pan del
cielo”.
Desde
luego el alimento que ofrece Jesús es el verdadero Pan que el padre ha enviado;
es el Pan que sacia “para la vida eterna”,
es decir, en términos absolutos, escatológicos; no tiene punto de comparación
con el maná, alimento caduco, perecedero, al cual el pueblo, a pesar de haberse
cansado de él (Cf. Nm 11, 4-6), sigue anclado como experiencia fundante que le
impide abrirse a la novedad de Jesús: la acogida a su misma vida entregada es
la fuente de la vida verdadera y plena.
La
autoafirmación de Jesús como alimento eterno escandaliza a aquellos que no han
sido capaces de trascender el signo de la multiplicación de los panes y hacer
una lectura mesiánica del mismo; es por esto que se resisten a dar el salto de
la fe y a adherirse a su persona para poder acceder a la vida que Él ofrece. Jesús,
Pan de Vida, es a la vez donante y don.
La
introducción de los vocablos “carne” y “sangre” a partir del versículo 51 ofrece
una imagen más cruda de lo que Jesús quiere expresar: no se trata de mero
simbolismo sino de comida real. Quien no lo coma, engulla, mastique, devore… y
quien no lo beba, perderá la posibilidad de participar en la vida eterna. Desde
esta imagen manducatoria nos acercamos a la segunda afirmación, donde
necesariamente hay que aludir a la entrega de la carne de Jesús desde la cruz, una entrega que es total, hasta
la muerte, pero que contradictoriamente es germen de vida para el mundo. Ahora
bien, el momento puntual de la crucifixión no agota el sentido de la entrega de
Jesús: carne y sangre hacen referencia a toda su vida, a la totalidad de su
persona.
Comer
su carne y beber su sangre, entonces, es comulgar con todo su proyecto, desde
la encarnación hasta su permanencia
definitiva en medio del pueblo de Dios.
Estas
afirmaciones presentan como consecuencia la necesidad de creer en Jesús y de
comer su carne y beber su sangre como requisito para la permanencia en Él, para la unión íntima –a su modo– con el Padre,
es decir, la vida en plenitud desde la sintonía con el “ya…pero todavía no”
escatológico. Esta comunión con la carne y la sangre del Señor supone la
proexistencia de los comensales: el que come también ha de convertirse en
comida.
A pesar de que en el cuarto evangelio no existe
el relato de la última cena de Jesús con sus discípulos, hay contenido que
refrenda la experiencia eucarística de la comunidad: partiendo desde una
comparación con el maná se superpone a éste la persona de Jesús, entregado día
a día durante el tiempo de su ministerio, entregado en su muerte y resurrección
y entregado en los dones eucarísticos como verdadera comida y verdadera bebida
que da vida plena al mundo.
Yolenny Ramírez. MAR
Textos
consultados:
o
Aldazábal J.: La Eucaristía. Centro de
Pastoral Litúrgica, Barcelona 2006.
o
Biblioteca Mercaba (Online): Fichas
bíblicas, Evangelio de Juan.
Disponible en
http://www.mercaba.org/FICHAS/BIBLIA/Jn-Ev/JUAN_06.htm
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