El Espíritu como compañía de Dios (II)


    2.      Don en tus dones espléndido
Si tuviésemos  que ganarnos esa compañía, y si la tuviésemos que sostener, de ninguna manera sería “dulce”: estaríamos condenados al empeño desesperado por conseguirlo y al miedo desesperado de perderlo. Ahora bien, el Espíritu Santo es la compañía gratuita de Dios, es la gratuidad de Dios, es Dios mismo en cuanto gratuidad y don. El Espíritu es el entregado “por antonomasia” desde que Jesús “entregó el Espíritu”(Jn19-30); es “el amor derramado en nuestros corazones” (Rm 5,5) en forma de sangre y agua, de cruz y de bautismo.
Del Espíritu se habla en lenguaje de súplica y de don gratuito: “Yo rogaré al Padre, para que os envíe otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros”. “Si conocieras el don de Dios”. El dador es Dios y Dios mismo es el don. El don que no se compra, ni se merece, ni se recibe en trueque. La Cruz, la Pascua, la Ascensión, Pentecostés, constituyen un único misterio: que Dios es Espíritu, que la gratuidad es la última verdad de Dios.
Dios ni siquiera exige que sus dones sean reconocidos, ni siquiera exige ser reconocido como don (ésta es una necesidad nuestra, no una exigencia de Dios). Dios es Espíritu, es decir, comunión y comunicación; comunión que no desdeña el “profanarse” y derramarse en el mundo, hacerse universal y anónimo (la religión es una necesidad para nosotros, no para Dios). Las religiones (empezando por la nuestra) se conciben y se organizan a menudo como si lo propio de Dios fuese recibir y tomar, exigir e incluso arrancar lo que le es debido, cuando lo propio de Dios es derramarse en puro desinterés.
Dios en cuanto Espíritu, en cuanto “don espléndido”, es también nuestra última realidad, nuestro origen y nuestra esperanza: somos en cuanto destinatarios y sujetos de un regalo. De manera que el secreto de la existencia no es el esfuerzo voluntarista, sino la disposición a recibir gratuitamente y a dar gratuitamente. Esta misma sensación dolorosa de la ausencia de Dios (en la “duda de fe” y, más radicalmente aún, en un mundo inhumano) es una huella de la gratuidad de Dios y una llamada apremiante a inscribir en el mundo la huella de la gracia que es Dios.
Así podemos invocar y esperar el Espíritu como “dulce huésped”. ¿No nos dice ya la experiencia humana, la más digna de ser llamada humana, que “el merecimiento sólo está en los ojos de quien ama? El Espíritu Santo, don de Dios y acogida creyente, es la forma y la realidad plena de esta experiencia humana.

Continuará...

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