El Espíritu como compañía de Dios (III)


3.      Riega, sana, lava, doma, guía.
La compañía es lo único que puede transformar a la persona humana: no la imposición externa, no el poder avasallador, no el mandato rígido. “Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro”. No transforma el dogma, ni la moral, ni el culto, ni la institución, sino el Espíritu Santo, que es inseparablemente donación divina y experiencia humana de acogida. Esta es la razón por la que toda pastoral, toda evangelización, toda presencia en el mundo, en suma, la vida entera del creyente en la historia solidaria y única de la humanidad entre la Pascua y la Parusía ha de tener la forma de “Espíritu Santo”, ha de tener forma de compañía, cercanía, acogida.
El Espíritu Santo denuncia silenciosamente, desenmascara discretamente nuestros empeños por apresar y retener a Dios en la Ley y la fuerza: la engañosa necesidad de tenerlo todo bajo control y de sentirnos en orden, la ansiedad y la amargura de la perfección, la búsqueda y la complacencia en nuestros éxitos, el secreto gusto del poder, la falsa seguridad de sistemas e instituciones, los anhelos inconfesados o falsamente sublimados de conquista…Rigidez, herida, mancha, rebeldía, hielo, extravío: nombres e imágenes de nuestro pecado radical, tanto más radical cuanto que adopta a menudo formas y legitimaciones religiosas. Un pecado que nos desborda y excede. “Cuando él venga, pondrá de manifiesto el error del mundo”. El error que consiste en cerrarse a la lógica del don y que adquiere especial actualidad y gravedad en los que nos decimos creyentes.
Pero el Espíritu es “manifestación del pecado salvado” (Juan Pablo II), es desenmascaramiento del pecado en cuanto perdonado y transformado en raíz. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). El Espíritu riega, sana, lava, infunde calor, doma, guía. El Espíritu es así esa mano discreta de Dios presente en la historia, que ha ido “acostumbrándose a habitar en el género humano y a alojarse en los hombres y a habitar en el barro plasmado por Dios, obrando en ellos la obra del Padre y renovándolos de lo viejo para la novedad de Cristo” (San Ireneo). El Espíritu es testimonio permanente de que la gracia es en el ser humano y en la creación entera màs original que el pecado, de que tiene más futuro el perdón y la gratuidad que el interés y la venganza.
El Espíritu es la credibilidad de Dios, porque sólo es creíble el poder de un Dios “débil” y la grandeza de un Dios “menor”. Sólo es creíble un ¨Dios que es amor, cuya misma ausencia no es sino la forma del Amor que se entrega y se “pierde”. El Espíritu es esa pedagogía de Dios que nos conduce a reconocer lo inútil de nuestros empeños religioso, lo vano de nuestros programas de evangelización, y que así va afianzándonos en la fe del Amor que nos acompaña universalmente.

El Espíritu es, en suma, la compañía que Dios ofrece a la historia entera como puro don y gratuidad. El nos impide desesperar del ser humano, de toda criatura, de toda la historia. El nos impide inhibirnos de nuestra tarea, nuestra vocación: en este tiempo entre la Pascua y la Parusía hacer visible y palpable la presencia de Dios; ser sacramentos del Dios Espíritu, siendo compañía cercana, callada, indiscriminada, ser portadores de una “esperanza vicaria para todas las criaturas afligidas” (J. Moltman), ser testimonio de que la gracia de ser hijos y hermanos es mayor que la “tristeza de ser hombres”.

Elsa Gómez

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