Experimentamos cada día la bondad del Señor


  Ayer, 13 de junio, el Señor nos regaló el día para nuestro retiro comunitario. El tema, la fraternidad: “Reconocer a mi hermana como sacramento del Señor”.

Se tuvieron en cuenta cuatro etapas: Observar, reflexionar, asimilar y reconocer.

En un primer momento trabajamos en parejas, y en lugares preparados de antemano, algunos números de la regla, de las constituciones y de la Sagrada Escritura, y fuimos rotando. Respondimos a las preguntas: ¿Qué me impide ser como me pide Dios en la lectura realizada? Y ¿Qué me pide o qué espera el Señor de mí?
 
En un segundo momento, en reflexión personal, en la capilla, leímos una parte de la confesión de San Antonio de Padua, santo del día.

Esta confesión tiene 4 puntos, pero solo anotaré el segundo:
Volviendo la mirada atentamente sobre mí mismo, y observando el curso de mi estado interior, he comprobado por experiencia que no amo a Dios, que no amo a mis semejantes, que no tengo fe, y que estoy lleno de orgullo y de sensualidad. Todo esto lo descubro realmente en mí como resultado del examen minucioso de mis sentimientos y de mi conducta, de este modo… No amo tampoco a mi prójimo. Puesto que no sólo soy incapaz de decidirme a entregar mi vida por él (conforme a lo que dice el Evangelio), sino que ni siquiera sacrifico mi felicidad, mi bienestar y mi paz por el bien de mis semejantes. Si lo amase tanto como a mí mismo, como manda el Evangelio, sus infortunios me afligirían a mí también, e igualmente me deleitaría con su felicidad. Pero, por el contrario, presto oídos a extrañas e infortunadas historias sobre mi prójimo, y no siento pena; me quedo imperturbable o, lo que es peor, encuentro en ello un cierto placer. No sólo no cubro con amor la mala conducta de mi hermano, sino que la proclamo abiertamente con censura. Su bienestar, su honor y su felicidad no me causan placer como si fueran míos y, al igual que si se tratase de algo absolutamente ajeno a mí, no me proporcionan ningún sentimiento de dicha. Lo que es más, ellos despiertan en mí, de forma sutil, sentimientos de envidia o de menosprecio”.

Pasado un tiempo, nos acercamos al sagrario en parejas, y pedimos perdón en voz alta, a nuestra compañera, por las faltas de caridad cometidas contra nuestras hermanas.

Después de mediodía en el primer momento de la tarde, tuvimos el tercer momento, en el que leímos un texto sobre la vida fraterna. Anoto solo una parte, para no hacerlo demasiado extenso:
-   La vida fraterna es fuente de muchas alegrías y dificultades. En la misión, la fraternidad constituye el mejor testimonio del Mensaje que predicamos y nos trae experiencias de amistad verdadera. La falta de comunión en cambio atrasa la evangelización y nos agota más que el trabajo, la pobreza, el clima, las distancias, u otras condiciones externas.
-    La vida comunitaria debe tener en cuenta nuestras realidades culturales, formación diversa, edades, personalidades, etc. Y debe ser aceptada positivamente, como digna de ser vivida, sin escaparnos en activismo, agresividad, rigidez, críticas, apego a cosas o personas de fuera, vicios o distracciones que nos cierran en nosotros mismos.
-     Necesitamos mantener el equilibrio entre los siguientes tres elementos de la vida misionera (si uno falta todo sufre): la oración (koinonía = comunión con Dios), la vida fraterna (diakonía = servicio), el apostolado (martiría = testimonio).
-    Al centro de la Vida Consagrada está la vida fraterna porque ella nos educa en la caridad que es el fuego de la consagración al estilo de Jesús.

 Principios teológicos que deben sostener nuestra vida comunitaria:
a)    Dios es la fuente de la comunidad - ella nace de un acto de fe (no sólo por simpatía mutua o por motivos de eficiencia). Dios es quien nos pone juntos y nos ha llamado a una misma vocación. Nosotros tenemos en común nuestra igual obediencia a la Voluntad de Dios.
b)    Jesús se identifica con el hermano y la hermana (son "sacramento" de su presencia), ellos son también "templos del Espíritu Santo".
c)    La comunidad que vive en comunión de fe y oración, se convierte en el lugar propicio para el crecimiento integral de cada persona. En ella compartimos nuestros dones y límites; nos estimula al desarrollo de lo mejor que tenemos. Es también el espacio dónde perdonamos y somos perdonados. La persona reconciliada es la que puede ser persona comunitaria.
d)     La comunidad se construye día a día (responsabilidad de todos) a través de oración, diálogo y mutuo apoyo. Aquí cuenta sobretodo el buen uso de los medios que ya tenemos entre manos (documentos congregacionales) y los pequeños detalles de cada día. Las dinámicas comunitarias y una disciplina sana forman la espina dorsal del cuerpo de la comunidad: la fidelidad a la oración y la centralidad de la Palabra de Dios, el servicio de la autoridad, la responsabilidad en los varios roles, la reunión de comunidad, el estilo sencillo de vida, la planeación del apostolado, el informar a los demás, el compartir las cosas simples cotidianas, el interés por el otro, la recreación y el buen humor… Como en una verdadera familia, donde existe cariño (con los normales problemas de la convivencia), hay preocupación por el otro y se sabe dónde va y qué hace. En la comunidad todos necesitamos afecto, respeto, confianza, corrección y soporte; no juicio o condena. Todos seguimos a Jesús y nos ayudamos a cargar la cruz.
 
Después de reflexionar y compartir, pasamos a realizar la Lectio Divina, con el texto de Lc 6,27-38.
En otro momento, ante el Señor expuesto dispusimos de un tiempo para reconocer todas sus bondades, agradecer su amor y misericordia y dejarnos amar por él.
Finalizamos con un pequeño ágape fraterno en el que cada hermana buscó algo para compartir.
Durante el rezo del santo rosario y de vísperas, el Señor quiso regalarnos, para culminar el día, un hermoso atardecer, de aquellos que nos gritan con su belleza: El Señor te ama y te regala esto.
No podemos dejar de decir: Gracias Señor por tu bondad, por tu misericordia y amor. 

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