LECTIO DIVINA DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO C - Lc. 18,9-14


CONTEXTO: Es la segunda vez que el evangelista nos ofrece palabras de Jesús para enseñar a rezar. La primera vez (Lc 11,1-13), enseñó el Padrenuestro. En el texto de la semana pasada nos enseñó que debemos rezar con insistencia y sin desanimarnos. Ahora, por segunda vez (Lc 18,9-14), nos enseña que hay que orar con humildad. La segunda parábola, después de la del juez y la viuda, se introduce con esta frase “También a unos, que presumían de ser hombres de bien y despreciaban a los demás, les dijo esta parábola” (v.9). La frase es de Lucas. Se refiere, simultáneamente, al tiempo de Jesús y a su tiempo, en el que las comunidades de tradición antigua despreciaban a las que venían del paganismo.
 
¿QUÉ DICE EL TEXTO? Dos hombres suben al templo a orar: uno fariseo y otro publicano. En aquella época, se decía que un publicano no valía para nada y no podía dirigirse a Dios, porque era una persona impura. En la parábola, el fariseo agradece a Dios por ser mejor que los otros. Su oración es un elogio a sí mismo, una autoexaltación de sus buenas cualidades y un desprecio de los demás. El publicano no se atrevía ni siquiera a levantar los ojos, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador”. Si Jesús hubiera dejado que la gente dijera quién volvió reconciliado, todos hubieran dicho: “el fariseo”. Jesús piensa diferente: es el publicano el  que queda reconciliado. Nuevamente, Jesús pone todo patas arriba[1].
Los v. 10-13 presentan la breve historia de dos personajes en el templo (v.10), el interés prestado al lugar que ocupan y a la actitud que adoptan (v.11ª y 13ab), la oración que pronuncian (v.11b-12 y 13c) y la mención del Dios que invocan, (oh Dios, v.11b y 13c). Entre las diferencias o rupturas del equilibrio se refleja la amplitud de la oración del fariseo (v.11b-12), comparada con la breve exclamación del publicano (v.13c), y la extensión de la presentación del recaudador de impuestos (v.13ab) comparada con el breve apunte del otro personaje (v.11ª). El v.14ª deduce la lección del episodio, sirve de comentario generalizador. La parábola comunica el mensaje del acceso a Dios.[2]
El fariseo presenta la actitud arrogante de aquel que mantiene una pretensión más social que psicológica de pertenecer a un estrato superior de la población y hacer que ello se perciba a su alrededor. Estas personas afirman ser justas “delante de los hombres” y no solamente ante Dios. El fariseo tiene la seguridad excesiva de una buena conciencia y de una conciencia de clase. En este pasaje el desprecio de los otros (v.11) desacredita la ya pretendida justicia de tales personas. A tales personas tan seguras de sí mismas y tan despreciativas, según la construcción narrativa de Lucas, Jesús dirige la parábola[3].
v.10: “Subir” es el verbo que los judíos con gusto y acierto usan  para decir que se dirigen a Jerusalén o al Templo. Los dos hombres se dirigen al entorno del santuario, es decir, al atrio. Se situarán en uno de los grandes patios, probablemente en el atrio de los israelitas, y no en el santuario mismo reservado a los sacerdotes. La localización en el espacio “del Templo” contrasta con la vuelta del publicano “a la casa”. El “Templo”, lugar público, ofrece ciertamente hospitalidad a Israel para adorar a Dios. Más por su función social puede confirmar también a los individuos en su papel de tales y dotarles de un status que repercuta en su identidad e incluso en su conciencia. La casa, con sus relaciones humanas más estrechas, permite una autenticidad más real, y una conciencia de sí más transparente. Los primeros cristianos se reunirán en casas, en iglesias domésticas.[4]
“Orar” es un verbo favorito de Lucas, que además de definir el acto de adoración expresa también la vida religiosa completa, o mejor, la identidad humana frente a Dios. El hecho singular de la presencia codo a codo de un fariseo (militante de un movimiento religioso) y de un publicano (individuo que ejerce un oficio especial) resalta la disparidad fundamental de las dos oraciones. El narrador sitúa perfectamente en una misma línea lo que es común a los dos personajes: el lugar, el tiempo y la intención.
v.11. A excepción de las inclinaciones prescritas, la costumbre era rezar de pie. Al indicar esta posición, el evangelista quiere hacer comprender al lector que el fariseo, al obrar así, se aísla de los otros y de Dios (v. 11b-12).  El texto lucano es un ataque que, a partir de elementos verdaderos (el sentido de la elección divina, el consuelo de sentirse protegido y el orgullo de haber respetado los valores morales), hace bascular el texto hacia una comparación descortés. En esta caricatura del fariseo hay que señalar en el decir de Bobon, la omnipresencia de la primera persona del singular, el relieve otorgado a las obras de superogación comparadas con las exigencias de la ley mosaica (el ayuno dos veces por semana y el pago del diezmo de todas las ganancias) y el desprecio general por el resto de la humanidad, en particular por el publicano allí presente[5]. El fariseo ahoga su piedad en un mar de orgullo espiritual e hipocresía.
v.13. Los lectores ignoran  el nombre del segundo personaje y saben pocas cosas de él. Conocen por el comienzo de la historia (v.10) que es publicano. Jesús, al que seguirán sus discípulos, escoge deliberadamente a los publicanos no para lisonjearlos, sino para ponerlos como ejemplo de la inversión que provoca el Evangelio y del funcionamiento inédito de la gracia y la esperanza. En el nivel visible del cuadro  se ve simplemente a un hombre, pero el lector que lee asiste al nacimiento de la persona, calificada aquí como “justicia”, y en otros lugares como “perdón” o “salvación”. El publicano, hermano gemelo del hijo pródigo, estima que nada de lo suyo vale y sólo tiene esperanza en la misericordia divina.
v.14: outos: éste; es aquí decisivo. Es éste y no el otro el que contra toda esperanza va a volver a casa justificado. El publicano volverá a casa y por ello no escapará a la condición humana. Pero no volverá a ella como era antes. Una transformación en Dios, implica forzosamente  una transformación en el hombre y en la mujer. Esta modificación no concierne únicamente a la esfera interior, sino que comprende la vida entera, tanto social como religiosa. La “casa” del publicano se transformará en una de esas zonas liberadas, en una de esas iglesias domésticas. Sin realizar obras buenas, el publicano ha hecho sin embargo lo que Dios esperaba de él: arrepentirse. Y la divinidad, por la voz de Jesús, se ha manifestado tal como es en la Escritura y en el Evangelio: no desea la muerte del pecador.[6]
La religión depende del “Templo” y de la “casa”. Cuando la fe se hace eclesial y social (el “Templo”) se torna frágil por la presencia de los otros. Sin embargo, gracias a una oración que se concentra en Dios y en sí mismo, el publicano llega a manifestar su verdadero ser, y permite a Dios ser El mismo. No tuvo vergüenza de sentir vergüenza. Siente ahora confianza, siendo consciente de no tener otra cosa para ofrecer que su fracaso. Esta es la razón por la que recibe lo esencial. El reconocimiento y la facultad de sentirse firme sobre sus pies. Puede bajar de nuevo a su hogar (la “casa), reencontrar la realidad profana, su condición personal, sus relaciones familiares y afectivas. Es él mismo, y sin embargo todo ha cambiado gracias a la mirada elogiosa de Dios.
¿QUÉ ME DICE A MI EL TEXTO? Nos encontramos ante un "test" de vida cristiana: esto es la parábola del fariseo y del publicano. Se nota que Jesús tenía otra manera de ver la vida. Conseguía ver la bondad de Dios allí donde todo el mundo veía cosas negativas. Por ejemplo, veía algo positivo en el publicano, a quien todo el mundo criticaba.
El fariseo de entonces y de todos los tiempos tiene una base doctrinal para su actuación. Él piensa: "en la medida en que cumpla la ley de Dios, en esa medida Dios me premiará y me salvará". La salvación para él no depende tanto de Dios cuanto de sí mismo, de su propia fidelidad, de su propia vida. Esto hace que para el fariseo la ley sea fuente de derechos ante Dios. Para él las obras buenas hacen al hombre bueno y merecedor, por derecho propio, de la propia salvación. Todos tenemos en nuestra vida un ramalazo farisaico que nos lleva a creernos buenos, mejores que otros a quienes quizá compadecemos y hasta amamos, pero desde nuestra situación de "mejores".
Como no entiende la gratuidad de la salvación se cree en la necesidad de comprarla con el cumplimiento de la ley. Su obsesión no es el amor, es lo mandado. Su actitud profunda no es el riesgo de creer sino la seguridad que da el cumplir. Cristo pide para el cristiano alma de publicano, conciencia de su pobreza de méritos y de su incapacidad de presentar ante Él nada a cambio del perdón y de la justificación.
Una de las condiciones esenciales para hacer oración es la humildad. En el decir de Eguiarte, la humildad consiste, no en rebajarnos, sino en reconocer lo que somos delante de Dios, nuestra pequeñez, nuestra pobreza, nuestra incapacidad para podernos acercar a Dios si el mismo Dios no nos concede su gracia y esa gracia es la que nos impulsa a acercarnos a Él[7]. San Agustín en los Soliloquios nos dice: “que me conozca a mí, que te conozca a Ti”[8]. Necesitamos desdoblarnos en esta actitud  para saber quién soy: limitaciones, defectos, miserias y carencias, pero a la vez verlo todo a la luz de Dios. Por tanto, la oración es un camino en el cual vamos experimentando estos dos elementos: el conocimiento nuestro, viendo nuestras limitaciones de cada día, pero también ver la grandeza de Dios que sigue siendo fiel, y acudiendo a esa cita que tiene con nosotros cada mañana y cada ocasión para que podamos hacer oración[9]. Si no tenemos humildad, dice Eguiarte, no podemos acercarnos a Dios.[10]
Me fijo en Jesús. Para Jesús, la oración está íntimamente ligada a la vida, a los acontecimientos concretos, a las decisiones que debía tomar. Buscaba la soledad con el Padre para poderle ser fiel. Escucharlo. Rezaba los Salmos en los momentos difíciles de su vida. Como cualquier judío piadoso, los sabía de memoria. Hizo su propio salmo: el Padrenuestro. Su vida era una permanente oración. Se le puede aplicar lo que dice el salmo: “Yo soy oración” (sal 109,4).
¿QUÉ ME HACE EL TEXTO DECIRLE A DIOS? Señor Jesús, hoy me invitas nuevamente a revisar mi actitud orante. Si mi oración no transforma mi vida ¿cómo será esta oración? ¿No será muy parecida a la del fariseo? Tal vez si, tal vez, no apunto mi corazón a tu corazón con constancia y firmeza. Puede ser que yo me crea buena en esta vida religiosa porque participo de la vida litúrgica y hago oración personal todos los días y tengo en casa servida la Eucaristía. Más, qué peligro Señor, si mi conducta no manifiesta el amor que te tengo y la gracia que me regalas para que haga tu voluntad.
Oración personal y comunitaria es un rito cada día. Subo al “templo”, me dispongo a encontrarme contigo, más también en el camino me distraigo, y no te encuentro porque estoy llena de mí, como el fariseo.
Dame corazón de publicano; corazón de mendiga, pues mendiga soy, pero muchas veces no lo reconozco. Ayúdame Señor a bajarme, en ese proceso de Kénosis, para poder identificarme contigo, y permitir que seas tú el que obres en mí, el que actúes y sea tu gracia el reflejo diario de tu quehacer en mí. Quiero entregarte todos mis pecados y miserias cada día, es lo único que puedo ofrecerte. Todo lo demás me lo das tú y a ti pertenece. Tú eres pura gratuidad y misericordia para con todos nosotros.

Nieves María Castro Pertíñez. MAR

 

 

 



[1] Mesters, C. Querido Teófilo. Ed. Verbo Divino 2000, p. 147-148
[2] Bobon, F. El Evangelio de San Lucas III: Ed. Sígueme, 2012, p.252-253
[3] Ibid. P.257
[4] Ibid. P.258
[5] Ibid. P.261
[6] Ibid, P. 265-267
[7] Eguiarte, E. El Clamor del corazón. Ed. Agustiniana, 2012. P. 119
[8] Sol 2,1
[9] Eguiarte, O.C. p. 120
[10] Ibid,  P.122

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