AGUSTINAS VERDADERAS…


Resfrescar nuestro carisma es un ejercicio oportuno en este tiempo de preparación al XII Capítulo General. Es una oportunidad para preguntarnos cómo estamos en fraternidad. Es tomar el pulso al tema de nuestras relaciones, pero sobre todo es buscar el fundamento que lo hace vivo. En nuestra dimensión agustiniana, fraterna, hemos de hundir las raíces en lo que dio origen a la vida consagrada, siguiendo a Cristo más de cerca. Cuando comprendemos el alcance de nuestra vocación es más fácil apostarle a la radicalidad que ella conlleva y por tanto a la autenticidad que puede expresar el ser AGUSTINAS VERDADERAS.

El decreto Perfectae Caritatis reconoce el origen evangélico de la vida consagrada. Así dirá en el numeral 16:

“ya desde los comienzos de la Iglesia hubo hombres y mujeres que, por la práctica de los consejos evangélicos, se propusieron seguir a Cristo con más libertad e imitarlo más de cerca y, cada uno a su manera, llevaron una vida consagrada a Dios”.
Cabe decir además que toda comunidad consagrada nace de una nostalgia de los orígenes, un deseo de  experimentar  la unidad y comunión vivida por Jesús y sus discípulos, y los primeros cristianos de Jerusalén. Desde esta raíz evangélica se ha podido llamar a la comunidad “apostólica” en tres sentidos:

-nace, lo mismo que para los apóstoles, del común seguimiento de Cristo, que se constituirá en centro;
-vive de acuerdo al modelo de la primitiva comunidad cristiana;
-se abre al mundo igual que los apóstoles que fueron enviados por el Resucitado[1].

Si la primera acepción de la vida apostólica remite al seguimiento de Jesús por parte de los primeros discípulos, la segunda se refiere a la imitación de la vida que los apóstoles instituyeron en Jerusalén cuando dieron origen a la primera comunidad cristiana. En Oriente fueron Pacomio y sus discípulos, y después Basilio, los que pusieron como modelo de su comunidad a la primitiva Iglesia de Jerusalén.

En Occidente fue san Agustín, para quien la comunidad de los primeros cristianos se vuelve fuente de constante inspiración: la cita al menos 53 veces en sus obras. Para el obispo de Hipona, de hecho, la vida de su comunidad monástica “encuentra en ella, tal como la presenta la Sagrada Escritura en los Hechos de los Apóstoles, su modelo y el ejemplo”.[2]

El papa Francisco nos habla de la conciencia que supone haber recibido un carisma ya que su  fecundidad va a depender de la comunión que exista entre aquellos que lo han recibido. Por eso dirá:

El Espíritu Santo también enriquece a toda la Iglesia evangelizadora con distintos carismas. Son dones para renovar la Iglesia. No son patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu integrados en el cuerpo eclesial,  atraídos hacia el centro que es Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador. Un signo claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita arrojar sombras sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí misma. En la medida en que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del Evangelio, más eclesial será su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es donde un carisma se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este desafío, la Iglesia puede ser un modelo para la paz en el mundo (EG 130).
Nosotras, hemos recibido el carisma agustiniano, que está preñado de un amor profundo a Jesucristo y difusivo en los hermanos, cuya dinámica busca siempre la unión de almas y corazones en Dios. Nada más contrario al carisma agustiniano que la uniformidad; frente a esto san Agustín nos reta a vivir la unidad en la pluralidad, pues de allí se desprende el respeto a la persona, a la cultura, a las diferencias étnicas, raciales, a la propia idiosincrasia de cada una y su proceso de endoculturación. En la raíz  de la pluralidad está la creación de Dios, que nos hizo a cada uno diferentes, pluriformes pero capacitados para amar y ser amados y aceptarnos en nuestras relaciones. Dentro de las diferencias es importante escuchar el llamado del papa Francisco que expresa:

Las diferencias entre las personas y comunidades a veces son incómodas, pero el Espíritu Santo, que suscita esa diversidad, puede sacar de todo algo bueno y convertirlo en un dinamismo evangelizador que actúa por atracción. La diversidad tiene que ser siempre reconciliada con la ayuda del Espíritu Santo; solo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división y, por otra parte, cuando somos nosotros quienes queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la misión de la Iglesia (EG 131).
San Agustín fundamenta toda su espiritualidad en el amor a Dios y a los hermanos:
El amor por el que amamos a Dios y al prójimo posee toda la magnitud y latitud de las palabras divinas. El único Maestro, el celestial, nos enseña: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo...”[3].
”Si amáis a Dios, arrebatad al amor de Dios a todos los que con vosotros están unidos y a todos los que se hallan en vuestra casa. (…) arrebatadlos a gozar y decidles: Engrandeced conmigo al Señor”[4].
Cuando (el alma) está limpia de los afectos sucísimos de este mundo vuela con las alas extendidas, con las dos alas libres de todo impedimento, es decir con los dos preceptos del amor de Dios y del prójimo[5].

Perdemos nuestra identidad cuando nos olvidamos de Dios. Podemos perder el tren de la fraternidad si descuidamos la esencia de nuestra consagración centrándonos en nosotras mismas. Nuestro amor indiviso debe renovarse cada día en la oración para que Dios avive en nosotros el fuego de su amor y poder decir con san Agustín: ¡Oh amor que ardes y nunca te extingues. Caridad, Dios mío, enciéndeme![6]

Volver la mirada a nuestros fundadores es un estímulo para renovar esta dimensión de nuestro carisma que ellos supieron encarnar fuertemente en la vivencia de la fraternidad. M. Carmela nos dirá al respecto:

“En nuestras primeras casas, reinaba tal espíritu de servicio a la iglesia en sus miembros necesitados; tanta fraternidad, sencillez y alegría, que era lo que más llamaba la atención a cuantos nos conocían, convirtiéndose nuestras comunidades en focos de vocaciones.
Y Monseñor F.J. Ochoa, nos lo ratificárá:  

“Mis monjitas deben distinguirse de todas las demás en el espíritu de humildad y sencillez, y de caridad para con todos” (…) La humildad y sencillez, unidas a la caridad, son las virtudes que con mayor rapidez nos acercan a Jesús y a nuestra Madre”. (…)Mis monjitas han de ser las monjitas de todos, sobre todo de los pobrecitos. Y siempre y con todos sencillas, humildes, sonrientes, caritativas.
“Nuestras hermanas han de ser verdaderas Madres, no sólo de las jóvenes que han de abrazar el mismo estado religioso, sino también de las pequeñas de la Santa Infancia, y aún de los mismos Misioneros. Serán siempre caritativas y amables con todos”.
“Pues sépanlo todas, el distintivo de nuestra Congregación ha de ser ese precisamente, y el secreto para ganarse pronto a Jesús, y a nuestra Stma. Madre, y también para atraer el mayor número de almas hacia Dios, debe ser ese, y sólo ese, la humildad, la sencillez, la mansedumbre, la paciencia y la caridad de todas las Agustinas Recoletas Misioneras de María”. [7]
Y la única motivación para amar es Jesús. Ya nos lo decía san Agustín: “por amor de tu amor hago lo que hago”. ¿Será que en nuestras comunidades reina ese espíritu de fraternidad que puede superar barreras étnicas, culturales, generacionales, capaz de generar y potenciar lo mejor de sí mismas en el corazón de la comunidad?

M. Esperanza muy sabiamente nos decía en una de sus cartas:

“Cuando amamos y damos parte de nuestro corazón, nos convencemos de que hacemos  algo bueno, pues si Jesús nos dice que lo que se hace por uno de sus pobrecitos lo toma como hecho por Él, bien podemos decir que todo cuanto hacemos es por Jesús, y sólo por Él.
¡Cuántas ocasiones se nos presentan en una comunidad de practicar la caridad y cuánto alegramos con ella el corazón de Dios! Dice una santa que las bendiciones del Señor serán dadas a la medida de nuestra unión con el prójimo. ¡Cuánto les recomiendo esta unión de caridad entre todas! Yo quisiera que fuera este nuestro distintivo entre todas las demás religiosas, amor, amor grande de unas con otras. Cuando hay este amor todo se soporta, todo se disimula, todo se perdona. (…)[8]
En estos tiempos que vivimos, ante el peligro del individualismo, la tecnología, la comunicación virtual, el sectarismo, corremos el riesgo de ignorar al hermano, a la hermana; y esto es un pecado comunitario que nos roba la comunidad. ¡Qué paradoja! Tendremos que revisar entonces nuestra vida interior para encontrarnos con los tesoros que la cobijan. Ojalá encontremos el legado que nos refrende que somos AGUSTINAS VERDADERAS;  y que esa impronta que siempre nos caracterizó la revitalicemos en el hoy de nuestra vida. Solo el testimonio de una vida que se entrega, que se dona, con un corazón indiviso, podrá estar disponible para amar sin reservas al Dios que se manifiesta en nuestros/as hermanos/as.

NIEVES MARÍA CASTRO PERTÍÑEZ. MAR




[1] GARCÍA ANDRADE, C. Juntos hacia Dios, 2014, 23-25
[2] GARCÍA ANDRADE, C. juntos hacia Dios. 2014.  Citando a Trapé. la Regola, P. 33-34
[3] s.  350, 2.
[4] en. Ps. 33, 2, 6.
[5] en. Ps. 121, 1.
[6] conf. 10, 39.
[7] AYAPE. E. Madre Esperanza. P. 211
[8][8] Ibid., 282

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